Preanunciada por una impactante campaña publicitaria que empapeló las principales avenidas de la ciudad, El Ángel (Luis Ortega, 2018) comenzó su andadura con una vara altamente autoimpuesta. Al momento de escribir este breve análisis, la película ya superó el millón de espectadores y se encamina a paso firme a ser, casi con seguridad, el mayor éxito del cine argentino de este año. Méritos no le faltan. Rodada con un presupuesto de superproducción para los estándares locales, con una ambientación de época soberbia y una dirección con ritmo y tino, logra mantener rasgos típicamente autorales sin resignar la pretensión de masividad.
Ortega coquetea con el musical y se despacha con una banda sonora de rock nacional como fondo siempre presente, diegética y extradiegéticamente, con refinados floreos, como la utilización del hit de La Joven Guardia, El extraño del pelo largo (coreo incluida) para la apertura y cierre de la película y una versión de La casa del sol naciente de The animals, interpretada por papá Palito. Como uno de los rasgos más personales del director podemos destacar su tendencia al cottolengismo, entendido como la inclusión, por fuera del devenir de lo narrado, de un elenco de tullidos y discapacitados de distinta índole, que irrumpen de forma generalmente grotesca y amenazante, rasgo común que se observa en otras obras de Ortega tanto en cine como en TV.
Merecida mención aparte para Lorenzo Ferro en su debut cinematográfico, interpretando a Carlitos con contundencia, magnetismo y una sensualidad desbordada que el director se deleita en conducir y enfatizar. El reparto incluye al incombustible Daniel Fanego como el jefe de la banda y Mercedes Morán sorprende en el papel de reventada con estilo. Cecilia Roth entrega una madre con eme de monstruo, con los ojos increíblemente abiertos pero sin ver nada.
La película adapta hechos reales y es sobre estos en que nos detendremos más pormenorizadamente para abordarla. No por ser cultores de “la realidad” como materia inmaleable para la ficción, compartimos la tesis de “nunca dejes que la verdad te arruine una buena historia”, pero la historia adaptada no es cualquier historia. Se trata de la de uno de los asesinos más célebres de la historia Argentina, infame podio compartido junto con el petiso orejudo, el odontólogo Barreda y el clan Puccio (también llevados a la pantalla por Ortega) por lo que las elecciones de la adaptación cobran especial relevancia.
Omisiones
La película no retrata, lógicamente, la totalidad de los crímenes cometidos por Robledo Puch. Pero es muy notorio el recorte de los mismos. La película deja deliberadamente afuera todos los crímenes cometidos contra mujeres por parte de Carlos y Ramón (interpretado por el Chino Darín). En tiempos de luchas feministas, deconstrucción y cuestionamiento del orden social patriarcal, la película elude sin miramientos las violaciones y asesinatos de Virginia Rodríguez y Ana María Dinardo perpetradas por la dupla. Con el correr de los años, Puch reconoció el asesinato de las dos jóvenes, a tiros y por la espalda mientras creían que las dejaban escapar, no así las violaciones que siempre adjudicó a Ramón. La crueldad y saña de estos hechos contrasta con la construcción de los personajes pretendida por la película, sobre todo en el caso de Ramón. Darín entrega en la interpretación de Ramón tal vez el que sea su mejor trabajo actoral, seductor, tierno y querible por momentos, negador de su homosexualidad y decidido a triunfar en la tele, porque el mundo pertenece a los artistas y a los delincuentes según sus propias palabras. Caracterización imposible de compatibilizar con un violador sádico y sin remordimientos. La esmerada construcción de la ambigua relación de los protagonistas se sostiene sobre ciertos grados de empatía, que la adaptación decide salvar a cualquier precio. Pensemos a modo de ejemplo la secuencia en la que Carlos ve a Ramón presentarse en Tv y emocionado se imagina compartiendo coreografía en la televisión con él. Esa escena romántica y sensible se convertiría, en caso de ser precedida por la violación y posterior asesinato de una menor a la que dejan tirada al costado de la ruta, en algo revulsivo y rayano en lo intolerable, un ejercicio digno de una película de Arturo Ripstein.
Un asesino clasista
Las víctimas de Robledo Puch fueron en su mayoría trabajadores, serenos o custodios de concesionarias, boliches y joyerías; laburantes a los que asesinó por la espalda y en algunos casos mientras dormían. Las dos veces que fue detenido por la policía se entregó mansamente, sin entablar tiroteos ni intentar defenderse. No ejerció violencia alguna contra el adinerado mecenas/chongo de Ramón. Su accionar delictivo demuestra una consistente selección de víctimas, siempre indefensas y asesinadas de forma artera. Esta característica del personaje apenas se vislumbra en la película, Carlos llama croto a Miguel (interpretado solventemente por Peter Lanzani) el nuevo compinche de Ramón y se ve también en el discurso despreciativo que le sueltan al camionero que asaltan. Todo esto se desenfatiza mostrando al personaje etéreo y ajeno a cualquier consideración sobre clases sociales, vacío hasta de odio.
El deseo de matar
Todos los asesinatos perpetrados por Carlos, en la película lo muestran insensible a la acción de matar, pero nunca con la intención premeditada de hacerlo. Al anciano del primer robo le dispara producto de un sobresalto. A los dos empleados que mata dormidos, lo hace en venganza por haber atacado a Ramón, un acto enfermizo de amor. Al camionero le dispara porque está armado y va a dispararle a sus cómplices. Al sereno de la joyería le dispara nuevamente sobresaltado, cuando el mismo despierta por el alboroto que hace Miguel. Y finalmente Miguel es asesinado cuando lo amenaza y su muerte puede entenderse también como un acto de celos, por la relación que este tenía con Ramón. La película no exculpa a Carlos, pero se toma un inmenso trabajo en no mostrarlo ni cruel ni irracional a la hora de matar. Es un ser amoral con reparos, que actúa por reacción, a veces justificada, a veces producto de su enrevesada mente. Todo este andamiaje busca sostener niveles mínimos de empatía con el personaje, o al menos no una repulsión abierta, para que no pierda su sensualidad, su charme. Por esta razón, el asesinato de Miguel y el hecho de que le queme la cara con un soplete resulta descolocado en la narrativa de la película. Un crescendo demasiado abrupto, solo entendible por un sadismo del que el personaje ficcional a sido despojado. A la hora de contar historias verídicas de personajes como Robledo Puch se corre el riesgo de caracterizarlos en los extremos posibles, la demonización y la justificación, encontrar un justo medio es una tarea ardua y muchas veces imposible. La película de Ortega adapta de forma polémica, omite y manipula en pos de salvar la particular caracterización elegida para los personajes protagónicos y por sobre todo la relación que elige crear entre ellos. Decisiones, ni buenas, ni malas, pero de las que se tomó poca nota a la hora de analizar la película. Como reza el título de la nota, Carlitos disparó primero y eso no lo puede eludir Luis Ortega como tampoco pudo George Lucas.
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